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 "VIEJO BASTÓN". RELATO DE BORIS STANKIEVICH PREMIADO POR LA ASOCIACIÓN DANTE ALGHIERI

ESTÁ BASADO EN SU BISABUELO, FERNANDENSE

(3 / V / 2015)  Boris Stankievich es loberense y su bisabuelo, Luis Rangone, vecino de Juan N. Fernández, inspiró esta historia que narró con una hermosa descripción y con entrañable recuerdo de su bisabuelo.

Fue distinguido con 1er Premio de narración por la Asociación "Dante Alighieri", de Lobería.


Viejo bastón


Tarde perezosa del domingo. Al cerrar la puerta, la luz del ocaso se posó por un instante en el bastón del abuelo. De confección rústica, ese enjuto y agrietado bastón fue una vez, sostén y ayuda para la marcha del hombre que descendía la cuesta de la vida. Compañero en los breves paseos de la vejez, depositario de la precariedad de la marcha, el bastón del nono habita la casa como tantos otros objetos que, ya ausente el dueño, se vuelven entrañables. Nuestro andar cotidiano, impregnado de apuro los confina en un ropero o en una caja. Pero el momento del descanso invita a la meditación; y la súbita, inesperada aparición del objeto traen al pensamiento las andanzas de su dueño primitivo.

¿Cuántos pasos ha dado ese hombre? ¿Qué fuerzas misteriosas lo alejaron para siempre de las calles de su infancia?

Sentado en ese banco de la plaza, con la apariencia del agobio que traen los años, ahí estuvo el abuelo Luis posando para la foto, con su bastón. Aunque sus pensamientos parecían estar muy lejos, quién sabe dónde…

Cuando el hombre estaba constreñido por sus quehaceres, cuando los niños, -sus niños- corrían y jugaban en derredor, y la espiga demandaba convertirse en pan; cuando las rejas de su arado se desafilaban, los caballos flaqueaban exhaustos y las vacas parían, el hombre solo tenía tiempo para trabajar, comer, dormir: la vida exigía vivir. Y si acaso se soñaba, se lo hacía durmiendo. Porque el sueño de la vigilia era, en esos tiempos, propiedad del que lo poseía todo. Y acaso también del pobre pastor que pastoreaba vacas ajenas y no poseía nada. Pero el hombre de la edad provecta, cuyos ojos, ya debilitados, atinan a lagrimear, de viejos no más, ese hombre, gigante empequeñecido que trocó su vigor a cambio del magro descanso de la vejez, puede sentarse y pensar en las cosas de la vida y en lo que a él le ha tocado vivir.

No hubo conciencia de la dimensión de la quimera. Después de siglos, dejar atrás ese terruño abonado con la ceniza de los ancestros pareció la salida más conveniente, sino la única, para abandonar un mundo desquiciado, poblado por ejércitos hambrientos, deseosos de pan y sedientos de sangre. Levas, confiscaciones, latrocinio: se sufrió la locura de aquel que volvió de la batalla, el llanto lastimero de la madre que pierde sus hijos. El que ve partir a su padre. La Guerra.

Marcharse por un tiempo fue irse para siempre. La mayoría creyó, quiso creer, que el regreso y la paz serían cosas que verían sus ojos. La emigración es una herida infligida en lo profundo del alma. Muchas de aquellas despedidas fueron adioses provisorios, hasta otro momento de feliz reencuentro. Pero la mayoría no habría de volver: cruzaría los mares y los trópicos; contemplaría la Cruz del Sur con el éxtasis de la primera vez; y a partir de esa noche, la señal de la cruz en el cielo, sería el signo de la bendición que se implora cada noche. No se retornaría nunca al paese.

Muchos trabajaban y ahorraban para costear el pasaje de su familia; Sobre los muelles de Buenos Aires se reencontraban con sus seres queridos tras el fin de una espera mitigada por las ansiadas cartas. Pero Luis volvió. Impulso vagabundo, fuerza imperativa del retorno, surcó el océano una y otra vez. Y en su castellano impregnado de piamontés, contaba al final de sus días, orgulloso, cada uno de sus cinco viajes a Italia.

“Argentina”. Nombre pronunciado por primera vez, era un lugar remoto. Argentina era el sinónimo más elocuente de la palabra “Esperanza”; Un lugar inabarcable donde todo estaba por hacerse: llanuras interminables, feraces, templadas, sin guerras, donde la vara de la felicidad parecía florecer y perfumar la existencia del inmigrante. Nuestra Pampa, generosa, cobijaba a quien quisiera llegar hasta aquí.

Y vino Luis; luego su familia, sus pequeños hijos. Y a poco de posar sus pies en suelo americano, la Argentina comenzó a ser también su tierra; cada vez más su tierra, su patria; porque si es ciertísimo que la Patria es la tierra de los padres, no es menos cierto que lo llega a ser también, cuando es tierra de los hijos y solar donde madura la esperanza.

Alma andariega al fin, Luis posó su mirada en el punto distal de la vía. Empleado en los ferrocarriles marchó incontables veces a través de ciudades, campos y estaciones. Su afán de conocer y abarcarlo todo, y las posibilidades que brindaba nuestro país hicieron que para muchos como él, desear y obtener fueran dos cosas, solo separadas por un mar de sudor y un cielo de esfuerzos. Finalmente la vida lo llevó a los campos de nuestra zona, donde prosperó; sembró y cosechó.

La vida pasó fugaz, tan extrañamente corta y veloz como la siente aquel que la ha vivido toda; y evoca las experiencias atesoradas en su improbable memoria.

Cuando pienso en quién soy, no puedo dejar de reflexionar en quiénes fueron ellos: Hombres sencillos, laboriosos, íntegros. Y me regocija saber de tantos Luises, tantos, tantísimos abuelos y abuelas cuya mayor satisfacción y regocijo fue ver a sus descendientes, a nosotros, caminando por senderos de probidad, en paz, sanos, felices, contentos; dignos de ellos.

Una vez más vuelvo mi vista hacia el viejo bastón que sostuvo al abuelo.
Y en estas palabras, te vuelvo a ver, Abuelo Luis…

Solo, sentado en un banco de la plaza,
con tus ojos perdidos, quién sabe,
en qué valle, en qué montaña,
recordando las mañanas de tu infancia...

Raro destino, el haber llegado hasta estas Pampas;
ropas raídas, huir para siempre de un mundo en llamas.
Otros idiomas, otras costumbres, miradas raras,
y otros olores, otros sonidos...
¡Cuánta distancia !

Hoy solo callas y estás ausente... tal vez la nada;
solo tú mismo, viejo bastón, mano aferrada;
sobre este suelo que te dio todo y fue tu morada;
mirando el paso de tanta vida, de tantas ansias...

Yo solo siento que hoy soy tus ojos y soy tu savia;
que he caminado por tus senderos y soy tu marcha;
tal vez mañana, como tú entonces, sobre las aguas,
vuelva a tus valles, mire tu cielo, y tus montañas.

Hoy soy tu marcha, tal vez mañana...

 

 

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